miércoles, 12 de octubre de 2011

Lidia, esa mujer / Por Berrendita

Lidia entre sus hijos y su marido Juan José Padilla

Lidia, esa mujer

Por Berrendita
Sábado, 08/10/2011
Ayer, mientras consumíamos la madrugada con el corazón apostado tras las puertas de un quirófano, yo pensaba en una mujer que viajaba desde el sur hacia Zaragoza. Devorando kilómetros, bebiendo dolor, apurando el vino más amargo que sirve en la copa eterna del toreo. Lidia, esa mujer.

Y quería abrazarla, consolarla, y me rompía por dentro pensándola, mientras cinco cirujanos cosían la vida que se escapaba por la carótida de su marido y recomponían los destrozos irreversibles que dejaba el toro en sus carnes.

Pensaba en esa mujer, en ese viaje, del sur al infinito, en esa noche en que miles de aficionados fuimos velas encendidas intentando poner luz a tanta oscuridad, a esta negrura del querer, del no saber, de rezar de corrido con las tripas en la lengua. La recordaba en los tendidos del verano, viendo torear a su hombre, el de los adentros, el que le puso hijos en el vientre y amor en las manos. Lidia, esa mujer.

Porque la catedral del toreo hunde sus pilares en las entrañas femeninas. Porque las mujeres sostienen la trastienda del toreo, los sueños, los afanes, el día a día, la paz. Y cuando dicen sí, asienten a la gloria y a la tragedia que lleva un torero sobre los hombros. Y se despiden cada día de ellos, caballeros a pie que cambiaron la cota de malla por el fino hilo de oro, la lana burda por la seda, el campo de batalla por un palmo de albero caliente. Y les acompañan, y les sostienen. Y siempre les esperan.

Yo he vivido muchas tardes con ellas, en el tendido o lejos de la plaza. Con el corazón brincando en la boca. Con el teléfono en las manos. Esperando, mirando, desgastándolo con los ojos hasta que suena. Esas horas primeras en la que pides que no suene. Ese espacio infinito en que ya debería haber sonado. Esa respiración sosegada: todo ha ido bien. Mañana será otro día.

Ayer era Lidia. Pero Lidia son todas. Es ese brindis al aire de Alcalareño cuando se desmontera. Esa Sandra cogiendo la mano de Adrián, tirando de las bridas de un potro de acero. Lidia es Chus, Lidia es Marigel. Lidia son todas las que esperan. Mujeres de oro y plata, mujeres de azabache, el sol y la luna en sus ojos.

Pensaba en Lidia, mujer y madre. En la infinita ternura de todas las madres. En su dignidad, en sus silencios. Bendito es el fruto. Y rezaba, y esperaba, y la consolaba recitando su nombre, por si sentía cerca la hondura de nuestro cántico. Lidia, esa mujer.

Ahora te toca a tí. Lo llevas escrito en el nombre. Lidia. Ahora te toca lidiar al alimón el penúltimo toro de Juan José Padilla, que está vivo porque se hizo el milagro sobre su almohada. Y serás un teorema de esperanza. Porque las mujeres cantamos ante el precipicio. Porque nos hacemos fuertes en el dolor. Y veréis crecer a vuestros hijos. Y Juan José reirá, si no hay parálisis que pueda detener los labios que besan, la boca que sonríe. Lo que el amor ha unido, no lo separe ni Dios.

Ayer tres mujeres recibían el Nobel de la Paz. Porque las mujeres somos la vida, la guerra y la paz. Somos el antes y el después. Porque no se entendería el mundo sin la sonrisa, sin la caricia, sin las entrañas de una mujer.

Y si hubiese un Nobel en el toreo, el primero debería ser para ellas. Para Lidia, esa mujer. Lidia, que eres todas las mujeres.
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